La gran transformación tunecina fue obra de miles de moriscos que llegaron tras su expulsión hablando castellano o catalán.
Ese Túnez que ha sido el escenario de la última matanza indiscriminada de quienes quieren volver a poner el mundo en la Edad Media, mirándolo, desde el Alcázar, está muy cerca: en los tapices del salón al que, a falta de otro mejor, se le ha dado ese nombre. La pugna entre Carlos V y Solimán el Magnífico por el dominio de Europa Central y el Mediterráneo llevó hasta allí al emperador, a la cabeza de una flota para derrotar en La Goleta –la ensenada de la ciudad– a la del sultán. Lo acompañaba Jan Comelisz, encargado de tomar sobre el terreno los apuntes que después servirían a las insuperables obras textiles colgadas de estas paredes. En el palacio de El Bardo (el Pardo porque en el árabe no existe la letra P), donde se ha producido la masacre, un sillón junto a una ventana recuerda la estancia entre sus muros del hijo de Juana la Loca.
En tierras tunecinas ya se habían asentado tres siglos antes familias de andaluces como los Jaldún, uno de cuyos integrantes, Abderramán, volvió y vivió un tiempo en la Sevilla de Pedro I. Fue el primero en reflexionar sobre las causas profundas de los acontecimientos, la Filosofía de la Historia, una ciencia que otros pensadores «descubrieron» sólo hace 100 años. Tiene allí el mayor monumento de la capital y aquí, a parte de los apellidos Haldón y Jaldón, la torre de los Haldones, en la hacienda Doña María, de Dos Hermanas.
Pero la gran transformación tunecina, lo que la hizo pasar de simple lanzadera de corsarios turcos a país con personalidad fueron los cientos de miles de moriscos andaluces y levantinos que llegaron tras su expulsión hace ahora 400 años. Ya no hablaban el árabe; solo el castellano o el catalán y, a parte de dejar una producción literaria considerable, estructuraron el territorio con obras públicas como la entera restauración del acueducto romano de Zaguán –de Adriano–, con diez veces más de longitud que los Caños de Carmona, presas hidráulicas, carreteras, madrasas y mezquitas que aún conservan sus relojes (igual que los de las torres parroquiales) en los alminares y tienen mibrab tan barrocos como los altares de cualquiera de nuestras iglesias.
Cuando llegaron los gobernó Luis Zapata y, a su muerte, lo sustituyó Mustafá Cárdenas (diplomáticamente ya había turquizado el nombre). En su escuela, aún en uso y cuyas paredes, curiosamente, decoran azulejos en los que sus dibujos repiten hasta la extenuación la actual bandera de Andalucía, se continuó enseñando castellano a los niños hasta el XVIII. Conservaron sus costumbres y, en ese tiempo, un franciscano que llegó a Testur asistió como espectador a una corrida de toros.
Túnez, como México, fue otra Nueva España pero que España nunca vio. Los ilustrados borbónicos como Jovellanos, que tanto criticaron la expulsión de los moriscos por la Casa de Austria, no supieron desentrañar la Historia y trazar lazos con ellos que acrecentaran la influencia española en esa África, romana antes que árabe, de la que había sido obispo San Agustín. En vez de hacer eso, Carlos III abandonó Orán sin que, ni siquiera, se la hubieran pedido.
Pudieron más los prejuicios y los atavismos, la consideración de que aquella gente no podía ser española aunque se llamaran Herrera, Castillo, Jaén, Torres… y así hasta cientos de gentilicios no sólo porque tuvieran otras creencias (que, entre los expulsados hubo muchos cristianos sinceros y hasta clérigos) sino porque, aunque hubieran asimilado el Renacimiento y el Barroco no eran castellanos viejos. Y así, los nietos de los moriscos que fueron desembarcados en las playas tunecinas quedaron separados de las ideas de la Ilustración de Europa y América. Ahí, truncada la continuidad cultural, se abrió una falla que atraviesa el llamado mundo árabe y que aprovechan ahora los terroristas.
Nadie, en las universidades de Túnez, en las de España y en las del mundo tuvo noticias de Abenjaldún, oriundo de Carmona, hasta que el francés Silvestre de Sacy, maestro de Pascual de Gayangos, descubriera su obra y la tradujera. Allí, desde el siglo XIV, estaban las pautas que marcan el ritmo de los imperios y las razones de la decadencia que corroe las glorias con los mismos gusanos del Discurso de la Postrimería. Allí dormía la Filosofía de la Historia que ahora se necesitaría, como agua de mayo, para parar la barbarie ciega que golpea sin distinción todas las latitudes de un planeta caminando con los ojos vendados sobre el filo de una navaja.