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Regreso a Tarfía

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‘La Isla Mínima’ ha puesto ante los ojos de todos unas tierras en las que el Guadalquivir adquiere la forma de un cerebro.

El final del camino que Peter O’Toole y su asistente realizan en Lawrence de Arabia para llegar desde Ákaba a El Cairo lo marca la escena donde divisan un barco navegando por un desierto que resulta ser la ribera del Canal de Suez. Esa estampa exótica, sin embargo, no era la de un paisaje egipcio sino del territorio redescubierto por los fotogramas de La Isla Mínima: las marismas del Guadalquivir.

La película de Alberto Rodríguez ha puesto ante los ojos la desmedida llanura con la misma extensión de Mallorca –3.650 kilómetros cuadrados– pero desconocida aunque se encuentre casi a tiro de piedra de la Giralda, unas tierras en las que el río adquiere la forma de un cerebro con las curvas y contracurvas de los brazos, caños, tornos, vados, puntas, lucios… llenos de vida silenciosa, diversa y oculta donde, desde siempre, las aguas marinas y fluviales libran una guerra interminable con batallas y treguas.

Entre Sevilla y las Arenas Gordas de Bonanza está la terra ignota de los mapas antiguos con visos de no haber sido explorada nunca aunque hasta allí llegara en el siglo XIV la abadesa de las monjas del monasterio sevillano de San Clemente a disputarle a los Guzmanes las pesquerías (caladeros de angulas, langostinos, sábalos, albures, sabogas y esturiones entonces sin valor por ser alimento de la gente baja) que el rey había concedido a su convento.

En el XVIII dejaron de pasar los barcos y las gentes: aquello quedó para caballos mostrencos, toros salvajes, garzas, gallaretas, cigüeñas… hasta que el azulejo sobre la escalera de Tagua, en el puente de Triana anunció la línea de los Ybarra Sevilla-Sanlúcar-Mar, con muelles en varios puntos y Fernando Villalón se fuera en su coche amarillo al cortijo de la Señuela a componer una obra de teatro griego, La Toríada, con Gerión como demiurgo, de la que aún nadie se ha acordado para representarla en Itálica o Mérida. O en el Teatro Real de Madrid al que –dicen– llegó una noche con el traje de corto andaluz porque se exigía ir vestido de gala.

También escribió los Romances del Ochocientos: «Islas del Guadalquivir/ donde se fueron los moros/ que no se quisieron ir», sabiendo que aquello pertenecía al Brazo Morisco, como las aguas de enfrente –el territorio del pito rociero– al que se llamó portugués o gallego. Y con una idea mágica –como la que ha creado La Isla Mínima– abordó un día, con su primo Manolo Halcón, Rafael Porlán y un peón lebrijano llamado Marrufo la empresa de colonizar surrealmente la más pequeña de todas las islas, Tarfía. Halcón lo contó en Memoria de Fernando Villalón y Porlán dejó de aquello un libelo, Pirrón en Tarfía, en realidad, un manifiesto tan surrealista como el de Apollinaire lanzado cuando Buñuel y su perro andaluz aún no habían salido de la Residencia de Estudiantes.

Tras el fracaso de ingleses, suizos y el marqués de Casa Riera (y de los camellos importados) la hambruna de la guerra convirtió la marisma en una llanura china con valencianos que la sembraron de arroz y, tras ellos, cientos de braceros andaluces y extremeños que tenían por dirección postal –no menos surrealista– la mesa de billar del bar Venancio sobre la que las cartas formaban una pirámide.

Fueron los años en los que el fotógrafo Mario Fuentes peregrinó de casa en casa como retratista y, de paso, recogió el pálpito vital de las penosas faenas agrícolas, las ceremonias de nacimiento, boda y muerte en los poblados… Todo quedó recogido en miles de fotos que duermen plácidamente –aunque perfectamente clasificadas– en los archivos del Museo de Artes y Costumbres Populares. Puede ser que algunas llegaran a las manos de Spielberg y lo decidieran a escoger lugares cercanos a Tarfía para el rodaje, en 1986, de El Imperio del Sol; allí levantó la impresionante pagoda que nadie se preocupó por conservar.

En el año 2000 Atin Aya nos dejó otro horizonte inconmensurable: el de su exposición y su libro Las marismas del Guadalquivir, una obra jonda, o sea, con vocación profética, reflexión inspiradora de La isla mínima que ahora, tras sus premios, ha pasado de musa a fetiche. En una paráfrasis del cuadro de Magritte Esto no es una pipa, de la creación de Atín también podría decirse Esto no son las marismas. Desde que aquella abadesa disputara a los Medinasidonia las angulas, éstas han pasado a ser manjar de precio astronómico; en cambio los poblados de Dora, Rincón de los Lirios, El Puntal, Veta la Palma, Reina Victoria… siguen estando en las coordenadas que Manuel Machado fijó para Córdoba: lejanos y solos.


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